El sábado murió Neil Armstrong, el gran piloto que junto a sus colegas Buzz Aldrin y Michael Collins, voló a la luna extendiendo la influencia de la humanidad a su satélite natural. He demorado un par de días porque la noticia movilizó mi memoria y tocó profundas fibras.
Aquel 20 de julio de 1969 yo estaba disfrutando de mis vacaciones de invierno en Córdoba, tenía 9 años. Recuerdo casi al detalle aquella jornada cargada de expectativa. Mi padre, piloto muy activo, siguió con entusiasmo el desarrollo del programa espacial de los Estados Unidos, país al que por entonces viajaba con mucha frecuencia, razón por la cual estábamos bien informados de lo que significaba aquella epopeya y la incertidumbre que encerraba la osada misión. Eran tan grandes las dudas que cuando los astronautas regresaron a la tierra los pusieron en cuarentena en un habitáculo hermético, junto a todos los que tomaron contacto con ellos, para examinarlos porque no se sabía qué podrían traer desde la superficie de la “lumbrera” nocturna que siempre ha fascinado al hombre.
Creo recordar que el módulo lunar tocó la superficie cuando en la Argentina comenzaba a caer el sol, no estoy plenamente seguro de la hora. De lo que difícilmente me olvide es que escuchamos los detalles por dos radios alternativamente, una con la estación local y la otra –una Zenith transoceánica de operación exclusiva de mi padre– con el relato en inglés. En las sierras de Punilla, donde estábamos, no había televisor; ignoro si aquella circunstancia fue televisada en directo a la Argentina. En los momentos cruciales nadie hablaba, la familia estaba reunida en torno del aparato y todos mirábamos el rostro de mi padre esperando algún indicio esclarecedor. Tampoco recuerdo la gran frase de Armstrong que luego recorrería el mundo, pero sí el griterío reprimido de todos los que seguían las alternativas del pequeño salto que había dado; yo mantuve el silencio y luego me sumé a la algarabía.
Así seguimos enterándonos durante los días siguientes hasta que la cápsula de la Apolo XI ingresó en la atmósfera, descendió y los paracaídas se abrieron para frenar su posterior inmersión en el océano donde finalmente quedaría flotando.
La aviación cambió gracias a aquel programa espacial. La tecnología utilizada y los conocimientos que se acumularon pasaron de a poco pero constantemente a la industria aeronáutica convencional hasta alcanzar la vida cotidiana de todos a través de miles de aplicaciones.
Hoy, luego de haber experimentado el vuelo, creo que todo piloto admiró y envidió a aquellos tres hombres que llevaron a la humanidad tan alto y tan lejos.
Neil Armstrong, y sus compañeros de vuelo, fueron héroes para la humanidad y camaradas de todos los que hicieron de la aviación su vocación o pasatiempo. De alguna manera, los pilotos tenemos una sensación ambivalente sobre ellos al sentirlos valientes y a la vez privilegiados.
La crónica dice que el “colega” que falleció el sábado se interesó por los aviones desde pequeño, que a los 15 años comenzó el curso de vuelo que sería el puntapié inicial de una la carrera que lo acercaría, como primer adelantado, a las estrellas.
Sus exequias serán el viernes 31, la ceremonia no será multitudinaria sino familiar y tan reservada como lo fue este gran piloto que dejó la primera huella humana en el polvo lunar.