Los argumentos esgrimidos por Donald Trump el pasado 2 de abril en el Jardín de las Rosas no son creíbles. Si el Presidente de los Estados Unidos realmente creyera en lo que dijo, el futuro de esa nación y del mundo sería muy sombrío. Si bien ese es el futuro sobre el que están machacando los políticos, economistas y medios de comunicación de todas partes, cuesta concluir que todo sea tan lineal y que Trump y su equipo vean en un neomercantilismo la solución a los serios problemas que enfrenta la primera potencia mundial.
Lo que sí podría tener una cuestionable verosimilitud es que, para lograr ciertos fines, como por ejemplo el replanteo de un nuevo orden comercial global que coadyuve a los intereses estratégicos de Estados Unidos y Occidente, se haya optado por utilizar herramientas tan dañinas como los aranceles, sin considerar que está probado que los déficits en el comercio exterior son la causa histórica de la productividad y prosperidad de los Estados Unidos, en vez de su desgracia. Esto es tan así que, en la historia de Norteamérica, han sido muchos más los años de déficit comercial que los de superávit, y que su economía tuvo un crecimiento mayor en los años en que su balanza comercial fue negativa en vez de positiva (1800-1870, período de la gran industrialización del país), lo cual demuestra que el proteccionismo que argumenta Trump como la razón del progreso del país durante el siglo XIX es falso. También es groseramente equivocado argumentar que la eliminación de aranceles fue la causa de la Gran Depresión de los años 1929/30 y siguientes, cuando ha sido demostrado que el origen de aquella crisis es bien otro. Al respecto, sugiero leer al recordado Juan Carlos Cachanosky (ver aquí).
Es muy fácil comprender que si un país compra a otro un bien con una determinada moneda, intercambia dos mercancías. Para poner un ejemplo, supongamos que el país “A” compra un automóvil cuyo precio es 100 al país “B”; lo que estaría intercambiando sería 100, que es el valor del auto, y entregando 100 de la moneda acordada. Ahora bien, si producir ese automóvil frontera adentro costara 120, pero el mismo vehículo producido por un país más eficiente lo vendiera por 100, al adquirirlo en el exterior se ahorraría 20 que le servirían para comprar otros bienes, es decir, aumentaría la capacidad de consumo del comprador. ¡Todos ganan! Ahora, si un país tuviera una baja tasa de inversión y/o ahorro, y se dedicara solo a consumir, pasaría lo mismo que le sucede a un individuo o familia: estaría en problemas, y ese parecería ser el caso de la economía estadounidense.
Otra de las dificultades que presenta la nueva “política arancelaria” de Trump, de concretarse, es que para suplir los productos que serían penalizados por aranceles prohibitivos se requiere tiempo e inversión. En materia de tiempo, se tendrían que instalar industrias en los Estados Unidos y, en materia de inversión, ¿quién hundiría capital a 5, 7 u 8 años, en medio de una decisión que, de continuar, generaría una recesión prolongada? En el mientrastanto, además, todos los precios de los productos que se ofrecen en el mercado estadounidense aumentarán en proporción al arancel, lo cual significaría inflación y un impuesto que al final del día se sumaría a los precios.
¿Un cambio de paradigma?
No se puede negar que el estilo Trump es apabullante y riesgoso. Está claro que el actual Presidente de Estados Unidos no es un académico, sino un empresario habituado a negociar duramente en el mercado de los bienes raíces y otros. Cualquiera que se asome a su historia comercial podrá ver cuán agresivo y audaz ha sido en su vida empresarial; casi se podría decir que es un hombre capaz de jugar al límite para lograr sus objetivos. Lamentablemente o no, conducir una empresa no es lo mismo que liderar una nación, y mucho menos un sistema global acosado por inconsistencias que se han podido observar bien de cerca durante la crisis de las hipotecas subprime de 2008, las consecuencias de una pandemia muy mal gestionada y un formidable y vertiginoso cambio de era. Sin embargo, seguramente hay otras razones detrás de lo anunciado el 2 de abril pasado, bajo el rimbombante título de “El Día de la Liberación”. Sobre el particular me referí en un artículo anterior, en el que destaqué los desafíos estratégicos que enfrentaba Occidente con Estados Unidos a la cabeza (ver aquí).
Siguiendo con el análisis, lo que parecería que busca la administración Trump sería la reconfiguración del comercio global para presionar a las naciones “aliadas” a considerar la confrontación, por ahora comercial, con China. Seguramente por eso hay muchos gobiernos que no han respondido con subas de aranceles, sino con muestras de voluntad para negociar.
Lo que ha resultado muy interesante en este momento crítico es que, de pronto, la mayoría de las naciones del planeta han puesto el grito en el cielo en defensa del comercio libre al condenar los aranceles que introdujo el señor Trump. Si la actitud es analizada con cuidado, por ejemplo, desde el Mercosur, no queda más que sorprenderse, dado que el Acuerdo de Libre Comercio Mercosur-Unión Europea, que hace unos 25 años que se negocia y ha sido celebrado varias veces, tiene muchos puntos oscuros, plazos demasiado largos, exclusiones de productos y un proceso de aprobación complejo por parte de los miembros de los bloques, sobre todo en la Unión Europea, que hacen dudar sobre la vocación aperturista del otro lado del Atlántico; aunque desde la semana pasada se muestren ansiosos por avanzar.
Lo que hoy por hoy queda claro es que el comercio internacional está perplejo por las decisiones en los Estados Unidos, que inicialmente se ha destruido valor y que habrá que tener paciencia para ver cómo evoluciona el comercio internacional al shock del pasado 2 de abril.
Los aranceles son particularmente graves para la aviación, un mercado que por definición no está sujeto a fronteras y consecuentemente a restricciones comerciales. Sobre el impacto que las medidas de Trump podrían tener en la industria aeroespacial, presentaré una tercera nota.