El niño de 80 años

Pensando en la gran obra del piloto escritor Antoine de Saint-Exupéry • Por Luis Alberto Franco

El pasado jueves fue el cumpleaños de “El Principito”. Cumplió 80, pero afortunadamente sigue siendo un niño. Y eternamente lo será. El principito fue (¿es?) curioso, espontáneo, sensato ante la evidencia frente a sus incondicionados ojos, amigable, partícipe de la realidad que surgía de su alma.

 

 

La fecha redonda de la edad del niño viajero que se cumplió hace unas horas, trae al recuerdo a Antoine de Saint-Exupéry, su progenitor, quien amaba volar a los confines del mundo. Fue por eso que vino al sur de América y se encantó con Buenos Aires y la Patagonia, allá por fines de los 20 y comienzos de los 30 del siglo pasado. Tal vez volando por aquí, o en su departamento porteño de la Galería Güemes, el piloto escritor maduró algunas líneas de su celebérrima obra.

¡Cuánto enternece El Principito! Es un librito que no llega a las 100 páginas, pero que muchos, por no decir todos, han leído decenas de veces y encontrado tantas novedades en cada una de ellas, que su volumen leuda al calor de los ojos de un lector sensible.

Los pilotos nos preguntamos si la profesión de Saint-Exupéry lo hizo sabio. Es probable que la actividad aeronáutica de aquella época contribuyera, pero la sabiduría difícilmente es una cuestión de profesiones, más bien proviene de asimilar las experiencias de la vida y tener el don de procesarlas útilmente. Los historiadores dicen que la obra maestra se habría gestado en Cap Juby, Marruecos, en tiempos en que el autor de El Principito era jefe de aeródromo y escribía “Correo del Sur”, su primera novela. En cuanto a la experiencia de vuelo, sólo se puede decir que aquellas épocas eran muy sacrificadas, dado que los aviones eran incómodos y arduos, y que se volaba todos los días. Alguien le atribuyó a Saint Exupéry una frase pasional sobre su actividad aérea: “Al piloto le pagan por estar en tierra, no por volar”. De allí se podría suponer que estar en el aire lo estimularía, y que a veces las nubes y la inmensidad a sus pies, lo inspirarían.

Pero volviendo al niño salido de su pluma encorazonada, nos encontramos con el personaje sempiterno, vital y sabio con sus 8 décadas de resilientes enseñanzas.

¿Sería posible aplicar unos renglones de El Principito a nuestra realidad argentina y aeronáutica? Seguramente. Veamos un texto para que cualquiera lo interprete como quiera… o como quiere el principito:

 

Se encontraba en la región de los asteroides 325, 326, 327, 328, 329 y 330. Para ocuparse en algo e instruirse al mismo tiempo decidió visitarlos.

El primero estaba habitado por un rey. El rey, vestido de púrpura y armiño, estaba sentado sobre un trono muy sencillo y, sin embargo, majestuoso.

—¡Ah, —exclamó el rey al divisar al principito—, aquí tenemos un súbdito!

El principito se preguntó: ¿Cómo es posible que me reconozca si nunca me ha visto?

Ignoraba que para los reyes el mundo está muy simplificado. Todos los hombres son súbditos.

—Aproxímate para que te vea — le dijo el rey, que estaba orgulloso de ser por fin el rey de alguien. El principito buscó donde sentarse, pero el planeta estaba ocupado totalmente por el magnífico manto de armiño.  Se quedó, pues, de pie, pero como estaba cansado, bostezó.

—La etiqueta no permite bostezar en presencia de rey —le dijo el monarca– . Te lo prohíbo.

— No he podido evitarlo —respondió el principito muy confuso—, he hecho un viaje muy largo y apenas he dormido…

—Entonces —le dijo el rey— te ordeno que bosteces. Hace años que no veo bostezar a nadie. Los bostezos son para mi algo curioso. ¡Vamos, bosteza otra vez, te lo ordeno!

—Me da vergüenza… ya no tengo ganas… —dijo el principito enrojeciendo.

— ¡Hum, hum” ‑respondió el rey–. ¡Bueno! Te ordeno tan pronto bosteces y que no bosteces…

Tartamudeaba un poco y parecía vejado, pues el rey daba gran importancia a que su autoridad fuese respetada. Era un monarca absoluto, pero como era muy bueno, daba siempre órdenes razonables.

“Si yo ordenara –decía frecuentemente–, si yo ordenara a un general que se transformara en ave marina y el general no me obedeciese, la culpa no sería del general, sino mía”.

“Si yo ordenara –decía frecuentemente–, si yo ordenara a un general que se transformara en ave marina y el general no me obedeciese, la culpa no sería del general, sino mía”.

—¿Puedo sentarme? —preguntó tímidamente el principito.

—Te ordeno sentarte —le respondió el rey— recogiendo majestuosamente un faldón de su manto de armiño.

El principito estaba sorprendido. Aquel planeta era tan pequeño que no se explicaba sobre quién podría reinar aquel rey.

— Señor —le dijo— , perdóneme si le pregunto…

—Te ordeno que me preguntes —se apresuró el rey.

— Señor… ¿sobre qué ejerce su poder?

—Sobre todo —contestó el rey con gran ingenuidad.

—¿Sobre todo?

El rey, con su gesto sencillo, señaló su planeta, los otros planetas y las estrellas.

—¿Sobre todo eso? — Volvió a preguntar el principito.

— Sobre todo eso… —respondió el rey.

No era sólo un monarca absoluto, era, además, un monarca universal.

—¿Y las estrellas le obedecen?

—Naturalmente! —le dijo el rey—. Y obedecen en seguida, pues yo no tolero la indisciplina.

Antoine de Saint-Exupéry

Un poder semejante dejó maravillado al principito. Si él disfrutara de un poder de tal naturaleza, hubiese podido asistir en el mismo día, no a cuarenta y tres, sino a setenta y dos, a cien, o incluso doscientas puestas del sol (N.de.R.: al principito le fascinaban las puestas del sol), sin tener la necesidad de arrastrar su silla. Y como se sentía un podo triste al recordar su pequeño planeta abandonado, se atrevió a solicitar una gracia al rey.

—Me gustaría ver una puesta del sol… Deme ese gusto… Ordénele al sol que se ponga…

—Si yo le diera a un general la orden de volar de flor en flor como una mariposa, o de escribir una tragedia, o de transformarse en ave marina y el general no ejecutase la orden recibida ¿de quién sería la culpa, mía o de él?

—La culpa sería de usted —le dijo el principito con firmeza.

La autoridad se apoya antes que nada en la razón. Si ordenas a tu pueblo que se tire al mar, el pueblo hará la revolución. Yo tengo derecho a exigir obediencia, porque mis órdenes son razonables.

— Exactamente. Sólo hay que pedir a cada uno , lo que puede dar —continuó el rey. La autoridad se apoya antes que nada en la razón. Si ordenas a tu pueblo que se tire al mar, el pueblo hará la revolución. Yo tengo derecho a exigir obediencia, porque mis órdenes son razonables.

—¿Entonces mi puesta de sol? —recordó el principito, que jamás olvidaba su pregunta una vez que la había formulado.

— Tendrás tu puesta de sol. La exigiré. Pero, según me dicta mi ciencia gobernante, esperaré que las condiciones sean favorables.

—¿Y cuando será eso?

—¡Ejem, ejem! —le respondió el rey, consultando previamente un enorme calendario—, ¡ejem, ejem! será hacia… hacia… será hacia las siete cuarenta. Ya verás cómo se me obedece.

El principito bostezó. Lamentaba su puesta de sol frustrada y además se estaba aburriendo ya un poco.

—Ya no tengo nada que hacer aquí —le dijo al rey— Me voy.

—No partas —le dijo el rey que se sentía muy orgulloso de tener un súbdito –no te vayas y te hago ministro.

—¿Ministro de qué?

—¡De… de justicia!

—¡Pero si aquí no hay nadie a quien juzgar!

—Eso no se sabe —le dijo el rey—. Nunca he recorrido todo mi reino. Estoy muy viejo y el caminar me cansa. Y como no hay sitio para una carroza…

—¡Oh! Pero yo ya he visto… —dijo el principito que se inclinó para echar una ojeada al otro lado del planeta—. Allá abajo no hay nadie tampoco.

—Te juzgarás a ti mismo —le respondió el rey–. Es lo más difícil. Es mucho más difícil juzgarse a sí mismo, que juzgar a los otros. Si consigues juzgarte a rectamente es que eres un verdadero sabio.

—Yo puedo juzgarme a mi mismo en cualquier parte y no tengo necesidad de vivir aquí.

—¡Ejem, ejem! Creo —dijo el rey— que en alguna parte del planeta vive una rata vieja; yo la oigo por la noche. Tu podrás juzgar a esa rata vieja. La condenarás a muerte de vez en cuando. Su vida dependería de tu justicia y la indultarás en cada juicio para conservarla, ya que no hay más que una.

—A mí no me gusta condenar a muerte a nadie —dio el principito—. Creo que me voy a marchar.

—No —Dijo el rey.

Pero el principito , que habiendo terminado ya sus preparativos no quiso disgustar al viejo monarca y dijo:

—Si Vuestra Majestad deseara ser obedecido puntualmente, podría dar una orden razonable. Podría ordenarme, por ejemplo, partir antes de un minuto. Me parece que las condiciones son favorables…

Como el rey no respondiera nada, el principito vaciló primero y con un suspiro emprendió la marcha.

—¡Te nombro embajador¡ —se apresuró a gritar el rey. Tenía un aspecto de gran autoridad.

”Las personas mayores son muy extrañas”, se decía el principito para sí mismo durante el viaje.

El Principito, capítulo X.

¡Feliz cumpleaños niño sabio!

 

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1 comentario
  1. Eduardo Luis Aprea dice

    Muy buena la nota, en una oportunidad, leí que Antoine de Saint-Exupéry volando en Aeropostale, después Aeroposta Argentina, tuvo un percance en el LATE y tubo que aterrizar en un campo privado, mientras estaba mirando la falla, se le acerco un niño de no mas de 12 años, rubio y le hablaba francés, enseguida se pusieron a dialogar, el niño francés, entonces lo invito a la casa del campo, donde fue recibido con aplausos, en la casa también vivía una señorita ya grande, que se dice, es una anécdota, que se habían enamorado, y de ahí viene que Antoine de Saint Exupêry escribio el libro El Principito

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