
En estos días vuelven los vuelos al Aeroparque de la ciudad de Buenos Aires. Es el fin de un proceso larguísimo y discutidísimo, que empezó en 1997, cuando el pliego de privatización de los aeropuertos fijó la obligación para el futuro operador de cerrar la estación en 2005, y siguió con las presiones de AA2000 para no cumplir con esa cláusula.
Las discusiones fueron infinitas, con convenios interjurisdiccionales, promesas de campaña incumplidas, audiencia pública, denuncias judiciales y hasta un proceso penal incluidos. En 2001 el jefe de gobierno de la ciudad, Aníbal Ibarra, anunció que la estación no se cerraría, lo que fue un triunfo para el concesionario, porque ampliar el Aeroparque, que es lo que se hizo ahora, era muchísimo más barato que cerrarlo y llevar la actividad a otro lado.
Pasaron veinte años, veinte años en los que nadie dudaba de que el aeropuerto que más pasajeros procesa en el país
tenía anacronismos y limitaciones importantes, pero nadie se animó (esa es la palabra) a encarar una obra cara —que nunca sería perfecta porque las limitaciones de origen son insuperables—, y que implicaría un tiempo de obra sin vuelos que sería fuente de todo tipo de críticas. También hubo problemas presupuestarios. Las obras se anunciaron más de una vez, y hasta se llegó a cerrar la estación, en 2006, para un comienzo de los trabajos que se suspendió a último momento.
Así llegamos a la pandemia, que ayudó, con la reducción del tráfico y el cierre de la estación por causas que poco se podían discutir. Fue una excelente idea de las autoridades aprovechar el impasse para encarar un trabajo de esta magnitud.

Podríamos seguir discutiendo, pero ya no tiene sentido. Las obras, que según se informó costaron 5.100 millones de pesos, se hicieron, y el Aeroparque ahora es más seguro y más cómodo para los pasajeros, y está en condiciones de ser una herramienta eficiente para el progreso del transporte aéreo argentino, que es lo que todos queremos. Lo único sensato es usarlo con todas sus nuevas posibilidades.
Hay trabajos pendientes, es cierto, algunos en vías de ejecución y otros, que están planificados, pero que tardarán años. Es lo que ocurre con todos los aeropuertos del mundo, que viven en estado de obra permanente.
Para la estadística, Aeroparque movió 13.4 millones de pasajeros en 2018 y 12,3 en 2019. La caída es atribuible a la aparición de El Palomar en la ecuación y al traslado de vuelos internacionales a Ezeiza. Todo hace pensar que, cuando pase el efecto de la pandemia y aceptando que El Palomar no tendrá uso comercial, resultará un piso de unos 17/18 millones. Evidentemente no estaba en condiciones de atender ese tráfico, y aún podemos dudar de su capacidad para ir mucho más allá de esa cifra, atento a las limitaciones de la pista única y la geometría general del predio y las construcciones posibles.

La novedad que viene es la internacionalización masiva de la estación, con el agregado de nuevos destinos y, seguramente, nuevos operadores extranjeros y nacionales. Se supone que las low cost abandonarán El Palomar, pero no hay certezas.
Somos argentinos. Como siempre abundan datos falsos y ciertos sobre cómo será la futura operación, rumores, chimentos y calumnias. La postergación de la operación de Flybondi, en este sentido, es un pésimo comienzo.