FitzGerald Non stop NY-Baires

Antes de aquel histórico aterrizaje en nuestras Malvinas (ver reportaje “…Aterrizaje en Malvinas”), Miguel FitzGerald tuvo otros anhelos. Eran sueños casi inasibles, pero en el “casi” estaba la posibilidad de la proeza. Las distancias, ya fueran a lo largo o a lo ancho, siempre implicaban las alturas y los cielos. Cruzar el Atlántico a Sudáfrica, arremeter contra el Pacífico cual un Kon-Tiki del éter o aún dar la vuelta al mundo por el Hemisferio Sur, constituían una suerte de leitmotiv o impulso vital para este auténtico Condor Solitario.Como en otros vuelos, el piloto, el recordman, tenía que esperar una conjunción de factores: En el sur todo es más difícil, en especial el financiamiento. Pero estaba Ciro Comi, el gran empresario aeronáutico argentino, el hombre de visión que hacía que las cosas ocurrieran. Por aquel entonces Comi pensaba en las ventajas que tendría demostrarle al mercado que el nuevo modelo Cessna 210, con tren retráctil y una performace por demás atractiva, era una máquina de gran confiabilidad. Esa fue la conjunción y así tomó forma e impulso la idea. FitzGerald propuso el cruce del Atlántico hacia Ciudad del Cabo, y aún seguir más allá. Comi prefería la ruta de Nueva York porque era más larga y comercial, lo cual marcaría el rumbo final de la hazaña.

La operación se trazó en Monte Grande. El vuelo sería Nueva York–Buenos Aires. El avión, recién salido de la fábrica de Cessna en Wichita, sería acondicionado por el ingeniero Blanton, titular de la empresa Javelin Aircraft, que se dedicaba a preparar aviones para los vuelos ferry[1] que desde Estados Unidos salían hacia todos los puntos cardinales.

Al avión se le colocó “lo menor posible” al decir de FitzGerald, “se le extendieron los caños de escape, pues los gases en un vuelo tan largo eran perniciosos para la salud, y se le agregó una pequeña rueda de cola para proteger el fuselaje por la poca distancia respecto del terreno. Hay que pensar que el avión cargado de nafta hacía que el tren principal quedara abierto y la rueda de nariz casi en el aire. Adentro se instalaron cuatro tanques de combustible con sus bombas de transferencia a tanques principales; un bidón de aceite con una bomba reloj manual, con la que agregaba lubricante calculando el consumo  horario; un barógrafo y el equipo de oxígeno”.

FitzGerald partió de Wichita a Morristown, New Jersey, donde Cessna tenía un dealer. De allí cruzó al Aeropuerto Internacional Kennedy. Muy temprano, aún noche cerrada, el Cóndor Solitario hizo llenar los tanques de combustible y presentó su plan de vuelo. “Puse en marcha, rodé hasta la cabecera de pista y cuando estaba próximo a entrar en ella, el control me negó los 2000 pies en la ruta solicitada y sólo me autorizó hacerlo a 6.000” , nos dice FitzGerald. Sucedía que la US NAVY realizaba un ejercicio militar en esa ruta y se había restringido el sobrevuelo a menos de cierta altitud. El piloto insistiría explicando la situación, mientras los minutos se sumaban y el combustible se consumía. Estuvo más de una hora y media, hasta que, finalmente, fue autorizado a volar según su plan original. “Despegué a plena potencia buscando los 2.000 pies, y comencé a reducir. Según me contó unos días después el ingeniero Blanton, que estaba en el aeropuerto en aquel momento, fue un show bárbaro: los bomberos siguieron mi despegue a pocos metros del avión, que recordemos estaba súper cargado de combustible, las ambulancias detrás de los bomberos, todos con sus luces y sirenas; en fin, el despliegue que suelen hacer los americanos ante un caso especial”.

Un vuelo como el que se pretendía demandaba decisiones rápidas; la demora a la salida obligó al piloto a evaluar la situación con cuidado: su cronograma se había modificado. La idea original era llegar a Antofagasta de día, para cruzar la Cordillera de los Andes a 20.000 pies en vuelo visual, pero ahora lo debería hacer de noche. Según sus propias palabras: “… la idea era sortear las cumbres más elevadas

con la luz del sol, había ciertos volcanes que superaban mis posibilidades de mayor altitud y ni siquiera tenía luna llena, sino un cuarto de ella”. FitzGerald decidió seguir igual.

En Cessna los ingenieros habían estudiado las características del vuelo que se pretendía hacer, determinaron teóricamente la performance y los regímenes a los que el avión debería volar para optimizar consumos y velocidad. Mas cuando FitzGerald ascendió, experimentó que necesitaba más potencia que la recomendada por las curvas calculadas sobre tablero: un galón más por hora sería lo mínimo que debía agregar.  Todo señalaba que tendría que ser cauteloso, ya que sus márgenes, a poco de despegar, habían sufrido dos contratiempos.

Para la navegación FitzGerald contaba con un ADF, dos equipos de comunicaciones, un VHF y un HF, también con un piloto automático que le permitiría dormitar. Las comunicaciones se realizaban con los diferentes controles de vuelo, pero Ciro Comi había gestionado el uso de la red de comunicaciones de Pan American para que a través de ella se confirmara cada notificación que el piloto hacía a los controles.

El vuelo alcanzó el Tuna Point (un fix) y de allí se dirigió, vía el radiofaro de South Caicos, hacia el sur. Un tiempo después, ya de día, el Cóndor Solitario voló sobre la flota de guerra en pleno ejercicio pero “nadie molestó ni dijo nada” señala el piloto. Ya sobre Puerto Príncipe, Haití, FitzGerald intentó ascender, pero le resultó imposible por peso y potencia. Fue en busca de su próximo tramo con rumbo a Panamá. “Cuando llegué ya se había hecho de noche otra vez –nos dice– y había podido alcanzar (consumo de combustible mediante), muy lenta y trabajosamente, los 4.000 pies”. Pasado Panamá, se sentía el cansancio, por lo que, por primera vez, se dispondría a dormir. FitzGerald lo cuenta con detalle: “Tenía un timer cuya alarma colocaba a diez minutos, me relajaba un poco y me dormía hasta que la ‘chicharra’ sonaba. Me despertaba, controlaba los parámetros y, con todo derechito y en orden, volvía a poner otros diez minutos para una nueva siesta. Se ve que estaba tan ‘palmado’ que la segunda vez no sentí la ‘chicharra’ y por ahí, unos cuarenta minutos después me desperté y sentí por la radio que el control de Panamá gritaba casi desesperadamente: ‘¡Papá Sugar Foxtror, Papá Sugar Foxtror!  …’ (matrícula pasavante). Contesté, di la posición y seguí con rumbo a Talara, Perú, previo sobrevuelo de Ecuador”.

Alcanzada la ciudad de Talara, el Cessna 210 cruzó todo Perú hasta Arica y Antofagasta, en Chile, punto en el cual FitzGerald había planeado el cruce de la Cordillera de los Andes, en dirección al sur de Tucumán. “Tenía por delante picos de 21.000 pies –describe vívidamente el piloto–, yo podía lograr 20.000 a lo sumo. Para entonces, el avión ya estaba en su peso máximo normal y, soportando que casi constantemente sonara la alarma de pérdida, logré cruzar. Una vez del otro lado, sobre Tucumán, donde podría haber descendido, me encontré con mucha nubosidad producida por un frente frío a la altura de Santiago del Estero –algo que era muy poco frecuente–  que me impedía bajar. Llevaba un tubo de oxígeno aeronáutico, que es el medicinal que no tiene humedad y seca todas las vías respiratorias de una forma impresionante, pero seguimos firmes para Buenos Aires”.

Algún diario de Buenos Aires le había puesto en su boca la sentencia “Aeroparque o muerte”, algo que FitzGerald nos aclara con cierto enfado: “Jamás lo dije”. El vuelo prosiguió con determinación, pero sin temeridad.

La meteorología no ayudaba. El Cóndor Solitario nos brinda los detalles: “Apenas pude ver las luces de Rosario para avanzar a mi siguiente punto de notificación: Escobar. Los radiofaros no funcionaban bien en esa época, y menos con tormentas eléctricas. Me comuniqué con Baires y con cierto orgullo dije: ‘De Nueva York para Aeroparque, mi posición Escobar’, y el controlador me dijo: ‘Pase con Aeroparque frecuencia… ’. Eso fue algo que falló en la planificación, el apoyo de tierra no resultó todo lo eficiente que se hubiera deseado. Si el operador de Baires tomaba conciencia de que quien se comunicaba venía volando solo desde hacía 46 horas, en un desafío como era unir Nueva York con Buenos Aires, hubiera tenido otro entusiasmo y colaborado para que yo llegara a destino.

La baliza de Aeroparque se sintoniza como 260, me comuniqué con Aeroparque en 118.1 –allí estaban Ciro Comi, una comitiva, mi mujer, mis hijos (…) y me autorizaron a descender. Aeroparque estaba cerrado, llovía y había nubosidad baja. La tripulación de un DC 4 de Aerolíneas que estaba en plataforma se encontraba en la frecuencia, así que hablé con ellos, y me informaron sobre la visibilidad y otras condiciones.

En el ADF puse la baliza OP (260) del aeropuerto y me salió una marcación extraña. Era de noche, alrededor de las 02:00, no tenía prácticamente visibilidad, la potencia y calidad de la baliza de Aeroparque dejaba mucho que desear y yo percibía una marcación errónea, además del poco combustible remanente … una combinación que era francamente desalentadora”.

FitzGerald tenía que tomar nuevas decisiones en un entorno complicado: “La señal de la baliza permitía determinar la ‘o’, pero no la ‘p’–nos dice. Más tarde lo sabría, estaba entrando ‘DO’, un radiofaro de Durazno, Uruguay. Tomé la decisión de seguir esa señal”. Continúo bajando y a medida que descendía la comunicación con Aeroparque por VHF se iba debilitando. “Me preguntaba ¿dónde estoy, qué está pasando? No continué con el descenso, me quedé a 4.000 pies. Sintonicé BUE, que está en Tristán Suárez, Buenos Aires, y la aguja iba para el otro lado. ¡Eso sí correspondía! Proseguí y se reestableció la comunicación, lo cual confirmaba que esa era la dirección. Volví a poner 260 y otra vez para el otro lado. Eso me desorientó mucho nuevamente. Por eso digo que si el controlador hubiera estado advertido, hubiera acompañado. Si me hacía ir a BUE y de allí, en última instancia me hacía entrar en Ezeiza … pero eso no ocurrió.

Me volví a lo que yo creía era OP y me dije que iría hasta bloquear la señal. Retomé el descenso y quedé a 2.000 pies, el combustible era escaso, seguí aproximando y por ahí en un claro de las nubes vi unas balizas y dudé sobre cuál sería el lugar. Por ahí, en 118.1 salió un operador que dijo ‘¡Avión que sobrevuela Parallada, identifiquese!’ ¿Parallada? Nunca había escuchado ese nombre. Era una base de la Fuerza Aérea uruguaya en Durazno. Me identifiqué, pregunte si tenían pista, me dijo que sí, pero que tenían que ir a buscar al encargado de la iluminación. Tomaron una bicicleta, fueron por el responsable de la iluminación y encendieron el equipo. Ahí nomás, con luces a la vista, me dispuse a aterrizar, y aterricé”.

Recibieron bien a Miguel FitzGerald y allí pasó la noche. Al día siguiente tendría que ir a Montevideo a hacer aduana para recién continuar al Aeroparque. En Buenos Aires se enterarían del descenso por teléfono.

Fueron 47 horas y 53 de vuelo, dos días con sus noches, siempre en posición sentada, volando sobre mar y montañas, con oxígeno, con tormentas, venciendo al sueño e incluso a la tecnología disponible. Fue Durazno y no Buenos Aires. El barógrafo que debía registrar algún parámetro que exigía la Federación Internacional de Aeroclubes, no funcionó, y el vuelo no se certificó, pero quedó registrado en los controles de cada lugar. El propósito comercial tampoco se logró. Unos días antes un golpe militar terminaría con el gobierno del doctor Arturo Frondizi; las reglas cambiaron, se devaluó y se frenó el período de mayor crecimiento de la aviación civil argentina.

Pero el hombre y la máquina por él pilotada, habían vencido. El vuelo se había concretado casi como había sido concebido. No muchos lo recuerdan adecuadamente. Fue importante. Fue heroico. Muchos podrían haberlo hecho. FitzGerald lo hizo. Y fue tan sólo uno de los tres vuelos por los que merece nuestro homenaje.

Autor: Luis Alberto Franco


 

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